miércoles, 23 de febrero de 2011

La marca del tiempo

De los pocos sucesos de mi infancia, que permanecen en mi memoria con vista y olor definidos, los que ocupan unos de los primeros puestos son los paseos, en forma de caminatas, en los que mi padre me hacía cómplice de sus iniciativas comerciales, siendo yo una cría de once o doce años. Recuerdo que se inventaba toda clase de argumentos para conseguir que la gente con la que hablaba le proporcionase direcciones y le pusiese en contacto con las personas  con las que quería hablar. De esa forma se enteraba de dónde y a quién debía dirigirse para conseguir sus propósitos. Así fue como se enteró de la ubicación de unos viveros de pinos en una comarca del interior, de la localización exacta de los sitios donde podía conseguir ramas de eucaliptus, romero, muérdago y otros regalos de la naturaleza, para venderlos después, en fechas navideñas, en uno de los Mercats del Ram propios de la zona. No íbamos a un sitio cualquiera, me explicaba, el vivero en el cual compraría los pinos pertenecía a personas que se tomaban la molestia de arrancarlos con toda la cantidad de raíces de que eran capaz, para poder volverlos a plantar pasadas las fiestas. El sitio era tan grande que el silencio dotaba a cualquier sonido brusco (el portazo al salir de la furgoneta, el saludo para hacerse notar e incluso los ladridos de un perro de raza indefinida) de un eco que magnificaba la sensación de soledad y espacios abiertos del lugar. Habíamos ido con una furgoneta de segunda o tercera mano, cuyo antiguo propietario, carpintero, había instalado unos palés a modo de baca sobre el vehículo, de color azul eléctrico. El contraste entre el azul metalizado y la suavidad marronácea de la madera, domesticada por sierra y lija era, si más no, curioso. En cuanto el eco transportó el "Hola, buenos días" por las inmediaciones se puso en marcha una serie de actividad descoordinada; el perro que nos había recibido con tres ladridos rompió a ladrar de nuevo, una cara maltratada por el sol asomó por una puerta de la casa para volver a ocultarse, de las copas de los pinos que alcanzaba a ver a una cincuentena de metros salieron revoloteando una serie de aves de distinto tamaño para perderse en los árboles más lejanos a la procedencia del saludo, los arbustos temblaron, anunciando la huída oculta de conejos o ratones silvestres y cuando todo volvió a la quietud original salieron el hombre de la cara maltratada y dos jóvenes peones a despachar el pedido y a cargarlo en la vieja furgoneta. Hubo un intercambio de dinero en el que no me fijé, más interesada en explorar los alrededores que en observar la operación de carga y cobro. Aquel silencio; roto solamente por el sonido de las macetas de plástico y los pinos rozando la base del interior de la furgoneta, tenía un olor astringente y limpio, a pino, a madera quemada, a naturaleza ligeramente respetada. El camino serpenteante y de inclinación ascendente por el que habíamos llegado al vivero prometía una vista sensacional del cielo nocturno. Si resulta que el universo está en constante expansión, ¿qué tipo de cielo era el que veían los homínidos del Paleolítico, por ejemplo, cuando levantaban la cabeza? Si yo, que vivo en el siglo XXI, todavía sigo maravillada del aspecto de manta azul marina bordada generosamente de estrellas, mucho más grandes y brillantes que las que apenas nos permite ver la polución y la contaminación luminosas de la ciudad, ¿qué debía sentir ese homínido ante un cielo que yo imagino mucho más luminoso, y cuajado incluso con la presencia de algún planeta, más cercano y, por tanto, más fácil de contemplar a simple vista? No debía tener mucha inteligencia para saber que estaba viendo pero creo que debía sentirse sobrecogido ante la sencillez de la luz nocturna. ¿Cuántas cosas más va alejando la ley del tiempo con su estilo imperceptible, de nosotros?  

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3 comentarios:

  1. No es la ley del tiempo, sino la de nosotros mismos la que nos aleja de la naturaleza.

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  2. Tal vez sea la velocidad con la que llevamos nuestras vidas la que nos impide contemplar nuestro entorno. "Vísteme despacio que tengo prisa"...disfrutamos más de un viaje en tren, viendo el paisaje de cada región, que de las nubes...siempre iguales!
    Saludos

    Mark de Zabaleta

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  3. Es nuestra ley del tiempo, pues.
    Y sí, cada vez vamos más rápido para acabar perdiendo de vista lo importante.

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